En estos días en los que algunas redes sociales e incluso medios supuestamente artísticos, llegan a cuestionar obras como «El origen del mundo» de Courbet o la mayoría de la obra de Egon Schiele, considerándolas pornográficas y descalificándolas con ello, quiero romper una lanza en favor de la pornografía, un término sin una clara definición pero cuya ambigüedad parece amparar un desprecio hacia la obra a la que se excluye de cualquier consideración humanística y, por tanto, artística. La pornografía supone, en nuestro entorno, una mezcla de sexualidad genérica, actividad sexual explícita y una cierta moralidad – con supuesto carácter universal – que demoniza el cuerpo y sus manifestaciones. Los que usan esa etiqueta consideran que cualquier representación artística debe ser «bonita», cómoda de ver, y con un significado exclusivamente estético. A lo largo de estas notas, creo que he puesto numerosos ejemplos que contradicen esta teoría. La actividad sexual forma parte de la vida de todas las personas y, en general, tiene un carácter relevante en la misma. Podemos considerar «poco artísticas» algunas representaciones por parecernos banales, sin un sentido que vaya más allá de su inmediatez descriptiva, pero esas mismas imágenes pueden transmitirnos un significado muy diferente, convenientemente contextualizadas. Los museos de arte contemporáneo tienden a mostrarnos actualmente las obras no como elementos aislados ni agrupados en colecciones referidas a un artista, sino de un modo en el que se destaca su capacidad relacional, provocando con ello una reflexión en el espectador.
La cerámica que les muestro ahora será considerada por estar personas «bienpensantes» como pornográfica, pero creo que su carácter artístico está más allá de cualquier duda. Pertenecen a la civilización Moche, una avanzada cultura que reinó al norte del Perú entre los siglos II y VII.