Cuando observamos las distintas representaciones del cuerpo humano a lo largo del Renacimiento y del Barroco apreciamos un intento de generar una imagen «bella» del mismo incidiendo en la proporción y en la armonía de las formas. Los cánones estéticos dependen de la época y, consiguientemente, no tienen por qué coincidir con los nuestros. En ocasiones las imágenes se deforman pero de un modo intencionado con objeto de reforzar su expresividad. Lo hemos visto en el Greco. Por todo ello me ha sorprendido la obra de desnudos de Rembrant. Veamos estos tres grabados, el primero el clásico Adan y Eva y los otros dos representan a dos mujeres, desconocidas, sentadas en un montículo.
Es evidente la desproporción de los elementos de los cuerpos que, en estos casos, no parece corresponder con un deseo expreso del autor para enfatizar algún aspecto de la obra. Rembrandt fue un extraordinario retratista pero no llegó nunca a dominar la representación del cuerpo humano. Sin embargo es un genio de la pintura y en todas sus obras se aprecia un gran dominio de la técnica, un profundo conocimiento de la iluminación y, muy especialmente, sus obras tienen una expresividad verdaderamente extraordinaria. No representan dioses, son personas de carne y hueso con las que, pensamos, podríamos encontrarnos en cualquier momento de lograr viajar al siglo XVII. Pocos pintores lograr hacernos tan creíbles sus personajes
Gozan de bastante fama las obras «Júpiter y Antiope» y , especialmente, la incorrectamente conocida como «Negra dormida» (no es una mujer negra) por su posible
relación con la «Venus del espejo» de Velázquez. Ambas obras destacadas de Rembrandt pero que, pese a poseer un mayor realismo en el tratamiento de los cuerpos femeninos, no tiene en mi opinión el encanto de esas miradas expresivas, vitales, que se dirigen hacia nosotros con una cierta complicidad y coquetería.
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